08 octubre 2006

Cuestión de herencia

Escuchado ayer, por casualidad, en una esquina muy paqueta de la ciudad de Buenos Aires, una señora muy paqueta también, le comenta a otra de igual condición: "a mí me costó darme cuenta de que ella era una yegua... y la hija también".

Moraleja 1: la "yeguez" es hereditaria.
Moraleja 2: para ser "bien", hay que saber dar puñaladas por detrás.

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04 agosto 2006

Sobre algunas personas...

Hay personas que en su afán de lograr sus metas son como torrentes, arrastran todo obstáculo que se presenta en su camino, amores y odios, amigos y enemigos, pasado y presente. También hay de los otros, de esos que se quedan esperando a la vida, ahí sentaditos en una silla, con miedo de hasta ir al baño, claro, no sea cosa que llegue en ese preciso instante y no los encuentre.
A los primeros se los suele llamar carismáticos, self made man, egoístas u obsesivos, según de qué lado de la vereda se los mire, en cambio a los segundos se los suele llamar "González, venga a mi escritorio"... y es realmente una pena ver como González se levanta justo cuando la vida llega...

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22 junio 2006

Johnson & Johnson

Endulza su café con ensayada espontaneidad mientras nuestras miradas se buscan una y otra vez. Ella habla sobre futuros compartidos, sobre pasados que confluyen en este preciso instante. Su canto de sirena cautiva, invita a soñar mil promesas con sabor a realidad. Pero sus ojos...

Estoy cansado de que la chica sentada al otro lado de la mesa no me devuelva una sensación, de que esos ojos no me digan te quiero, te odio o me aburrís, estoy agotado de que las pupilas escondidas tras los culo de sifón del tipo del escritorio no revelen un gesto, un “sí, lo entiendo, ocho semanas es demasiado tiempo para una renovación de documento”, me desgasta que la mirada de ese amigo no me diga, al menos, que es mi amigo.

Al principio pensé que era una simple cuestión de colores. De grupos de colores. Decidí entonces comenzar a evitar, tal vez porque me pareció que se ajustaban al patrón de inexpresividad hombre-mujer, a aquellas personas con ojos grises. Después surgió la necesidad de huir de los celestes también, y días más tarde no podía sostener una mirada de más de dos segundos con alguien que tuviera sus ojos de color verde. Es cierto, en ese momento aún no importaba: tenía la dulzura de los marrones, la sinceridad de los color miel o la intensidad de los negros.
Pero luego, la excepción que confirma la regla y la regla confirmada una y otra vez, hasta caer derrotado ante esta inexpresiva realidad que hoy me encuentra pidiendo otro café.

La miro una vez más. Ella acomoda su pelo, seduce con sus movimientos, hace un comentario y lo complementa con una perfecta sonrisa de blanquísimos dientes. Pero sus ojos...

Mientras la observo no puedo evitar jugar con la idea de que quizás algún día no muy lejano los señores de Johnson & Johnson pondrán a la venta lentes de contacto con sensaciones: maravillosos packs de diez pares de te amo, te odio o estoy triste, lentes con brillos de felicidad o de llanto, con reflejos de paz o de ira, lentes tornasolados tal que al levantar apenas unos centímetros el mentón, la mirada revelará “te extrañé tanto”, y al cambiar unos grados el ángulo de la luz dirán “te quiero como nunca antes”, lentes que a la distancia sugerirán un odio irreversible y que luego desde la cercanía descubrirán una infinita tristeza.

Ese día, las pupilas de la chica sentada frente a mí dirán que ella me ama, me odia o que se aburre tanto o más que una ostra, el señor del escritorio se quitará sus culo de sifón y levantando sus ojos señalará que a él también le parece una locura esperar ocho semanas y mi amigo confirmará nuestra amistad con un destello marrón.

A partir de ese día, claro, los señores de Johnson y Johnson los hicieron tan perfectos, será imposible distinguir entre una mirada expresiva real y una comprada, entre una sensación genuina y una de plástico, a partir de ese día, claro, yo eterno inconformista, comenzaré a extrañar a esta bella señorita que mientras toma suavemente su tacita de café me mira sin que sus ojos puedan decirme absolutamente nada.

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19 junio 2006

Divertido origen de la palabra “squenun”

En nuestro amplio y pintoresco idioma porteño se ha puesto de moda la palabra "squenun".

¿Qué virtud misteriosa revela dicha palabra? ¿Sinónimo de qué cualidades psicológicas es el mencionado adjetivo? Helo aquí:
En el puro idioma del Dante, cuando se dice "squena dritta" se expresa lo siguiente: Espalda derecha o recta, es decir, qué a la persona a quien se hace el homenaje de esta poética frase se le dice que tiene la espalda derecha; más ampliamente, que sus espaldas no están agobiadas por trabajo alguno sino que se mantienen tiesas debido a una laudable y persistente voluntad de no hacer nada; más sintéticamente, la expresión "squena dritta" se aplica a todos los individuos holgazanes, tranquilamente holgazanes.

Nosotros, es decir el pueblo, ha asimilado la clasificación, pero encontrándola excesivamente larga, la redujo a la clara, resonante y breve palabra de "squenun".

El "un" final, es onomatopéyico, redondea la palabra de modo sonoro, le da categoría de adjetivo definitivo, y el modo grave "squena dritta" se convierte en esta antítesis, en un jovial "squenun", que expresando la misma haraganería la endulza de jovialidad particular.
En la bella península itálica, la frase "squena dritta" la utilizan los padres de familia cuando se dirigen a sus párvulos, en quienes descubren una incipiente tendencia a la vagancia, es decir, la palabra se aplica a menores de edad que oscilan entre los catorce y diecisiete años.

En nuestro país, en nuestra ciudad mejor dicho, la palabra "squenun" se aplica a los poltrones mayores de edad, pero sin tendencia a ser compadritos, es decir, tiene su exacta
aplicación cuando se refiere a un filósofo de azotea, a uno de esos perdularios grandotes, estoicos, que arrastran las alpargatas para ir al almacén a comprar un atado de cigarrillos, y vuelven luego a su casa para subir a la azotea donde se quedarán tomando baños de sol hasta la hora de almorzar, indiferentes a los rezongos del "viejo", un viejo que siempre está podando la viña casera y que gasta sombrero negro, grasiento como el eje de un carro.

En toda familia dueña de una casita, se presenta el caso del "squenun", del poltrón filosófico, que ha reducido la existencia a un mínimo de necesidades, y que lee los tratados sociológicos de la Biblioteca Roja y de la Casa Sempere.

Y las madres, las buenas viejas que protestan cuando el grandulón les pide para un atado de cigarrillos, tienen una extraña debilidad por este hijo "squenun".

Lo defienden del ataque del padre que a veces se amostaza en serio, lo defienden de las murmuraciones de los hermanos que trabajan como Dios manda, y las pobres ancianas, mientras zurcen el talón de una media, piensan consternadas ¿por qué ese "muchacho tan inteligente" no quiere trabajar a la par de los otros?

El "squenun" no se aflige por nada. Toma la vida con una serenidad tan extraordinaria que no hay madre en el barrio que no le tenga odio... ese odio que las madres ajenas tienen por esos poltrones que pueden enamorarle algún día a la hija. Odio instintivo y que se justifica, porque a su vez las muchachas sienten curiosidad por esos "squenunes" que les dirigen miradas tranquilas, llenas de una sabiduría inquietante.

Con estos datos tan sabiamente acumulados, creemos poner en evidencia que el "squenun" no es un producto de la familia modesta porteña, ni tampoco de la española, sino de la auténticamente italiana, mejor dicho, genovesa o lombarda.

Los "squenunes" lombardas son más refractarios al trabajo que los "squenunes" genoveses.

Y la importancia social del "squenun" es extraordinaria en nuestras parroquias. Se le encuentra en la esquina de Donato Alvarez y Rivadavia, en Boedo, en Triunvirato y Canning, en todos los barrios ricos en casitas de propietarios itálicos.

El "squenun" con tendencias filosóficas es el que organizará la Biblioteca "Florencio Sánchez" o "Almafuerte"; el "squenun" es quien en la mesa del café, entre los otros que trabajan, dictará cátedras de comunismo y "de que el que no trabaja no come"; él que no ha hecho absolutamente nada en todo el día, como no sea tomar baños de sol, asombrará a los otros con sus conocimientos del libre albedrío y del determinismo; en fin, el "squenun" es el maestro de sociología del café del barrio, donde recitará versos anarquistas y las Evangélicas del latero de Almafuerte.

El "squenun" es un fenómeno social. Queremos decir, un fenómeno de cansancio social.

Hijo de padres que toda la vida trabajaron infatigablemente para amontonar los ladrillos de una "casita", parece que trae en su constitución la ansiedad de descanso y de fiestas que jamás pudieron gozar los "viejos".

Entre todos los de la familia que son activos y que se buscan la vida de mil maneras, él es el único indiferente a la riqueza, al ahorro, al porvenir. No le interesa ni importa nada.
Lo único que pide es que no lo molesten, y lo único que desea son los cuarenta centavos diarios, veinte para los cigarrillos y otros veinte para tomar el café en el bar donde una orquesta típica le hace soñar horas y horas atornillado a la mesa.

Con ese presupuesto se conforma. Y que trabajen los otros, como si él trajera a cuestas un cansancio enorme ya antes de nacer, como si todo el deseo que el padre y la madre
tuvieron de un domingo perenne, estuviera arraigado en sus huesos derechos de "squena dritta", es decir, de hombre que jamás será agobiado por el peso de ningún fardo.

Roberto Arlt – Aguasfuertes porteñas.

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28 mayo 2006

El solcito de las 10

Por más que me resulte curioso o que me dé una bronca de dientes apretados, aquellos entendidos en la materia aseguran que es así, que es parte de la mismísima esencia del hombre. Y tal vez tenga que darles la razón. La experiencia me demuestra, mal que me pese, que uno nunca termina de conocerse.

Hace un tiempo descubrí, casi por casualidad –y demostrándome lo poco que sé de mí-, el placer del solcito de las 10 de la mañana. La verdad es que hasta entonces no era consciente de la felicidad que podía darme algo “tan simple” a esa hora “tan particular” del día.
Quizás para muchos resulte obvio, quizás a otros no les quede más remedio. Para mí fue toda una revelación.

Y aclaro que no me refiero a ese sol de Sábado que esgrime el seductor argumento de tener todo el fin de semana por delante. Tampoco pienso en ese sol de Domingo que entibia el “vermucito” en el patio de la casa de los viejos. No.

El solcito de las 10 es el sol de los Lunes, de los Jueves, de los squenuns que vagabundean en la plaza mientras otros hacen fila en la máquina de café de la oficina, de los que se hicieron la rata, de los que regresan a contramano de las “buenas costumbres”, de los que decidieron llegar tarde al trabajo.
El solcito de las 10 es ese sol que en invierno abraza con una calidez tan suave como la seda, que en verano es la pausa previa a lo que será un día sofocante, es ese sol que entibia las facciones de la cara y que invita a entrecerrar los ojos mientras uno camina por Avenida de Mayo, mira por la ventana de un bar de San Telmo o viaja sin noción de la hora y menos aún de los minutos de retraso que lleva, es ese sol que sumerge en una sensación de ensueño, de abstracción, que deja muy lejos los ritos del despertar y el caos del almuerzo, que invita a disfrutar de ese momento del día en el que todo está por hacerse, en el que todo puede cambiar.

Es el sol de la libertad, asegurará algún filósofo de café mientras revolea sus ojos hacia arriba para recordarnos que se trata de un tema demasiado naif para él.
Es el sol de los vagos, dirá alguna señora de escoba en mano, rulero en pelo y chisme en boca mientras se apura para terminar de baldear antes de que el reloj dé las 9.

Es el sol de la gambeta a la rutina les respondo, el de la mentira piadosa, el de aquellos que le escapan, al menos por un rato, a la obligación, a lo que debería ser.
El solcito de las 10 es ese sol que pertenece a aquellos que eligieron ante todo y ante todos regalarse un recreo para ser.

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21 mayo 2006

Mis Aguasfuertes

No sé si debería cometer una vez más el error de empezarlo todo con una explicación. ¿Por qué? ¿Para quien? ¿Para qué? Absurdo esfuerzo el de intentar adelantarse a lo que no sucedió indica la razón, cobarde acción la de cubrirse frente a lo que puede llegar a pasar, recuerda la experiencia.

Y sin embargo, siento que a usted, a vos -qué dicotomía la de tutear o no tutear- le/te debo una explicación, al menos contarle/contarte por qué, para quien y para qué me tomo el atrevimiento de invocar el nombre del genial Roberto Arlt, por qué, por quien y para qué me abrazo a su concepto de Aguasfuertes para publicar estos cúmulos de palabras que me doy el lujo de llamar textos, por qué, por quien y para qué le/te hago perder algunos minutos de su/tu tiempo con estas líneas.

Desde que leí por primera vez las “Aguasfuertes porteñas” de Roberto Arlt quedé absolutamente fascinado con la idea de que todo está ahí, aquí, de que sólo es cuestión de salir a buscar, de asistir a esa escuela de la vida llamada calle, de caminar, de ver situaciones, personajes, lugares, maneras de ser, de actuar, que sugieren, que piden ser contadas.
Disfruto de ese placer de vagabundear. Sin rumbo, sin horas, sin regresos. Disfruto de ese placer de detenerme en medio de la vorágine cotidiana a mirar, de levantar la cabeza y observar las ventanas de lo que alguna vez fue la confiteria “El Molino”, el cielo recortado entre la aquitectura del siglo XIX de la diagonal norte, de bajar la cabeza y, como si el hecho de estar en “otra velocidad” me diera una mayor claridad, una mayor capacidad de observación, encontrarme con una realidad de apuros, sacos, corbatas, fast food, consumidores y consumidos, de malandras, fiacunes o squenuns pos-modernos, con una realidad que pide, que merece ser contada.

Y esa es la razón de ser de Mis Aguasfuertes, la de contar, la de compartir esas situaciones, esos personajes o las reflexiones que ellos generan, la de jugar con la sensación de que todo está ahí, aquí, a la vuelta de la esquina, la de mostrar, no de manera informativa, no como objeto de estudio, menos aún con la belleza y agudeza con la que lo hacía Arlt -sería una empresa demasiado utópica de mi parte-, que es posible que ud./vos/nosotros pueda/puedas/podamos reducir la velocidad, aflojar el nudo de la corbata de los sentidos y cambiar cinco minutos de locura cotidiana por cinco minutos del placer de vagabundear, al menos, por las palabras.

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02 mayo 2006

El placer de vagabundear

Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: "No toda es vigilia la de los ojos abiertos".

Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el "crosta" de botines destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra.
Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.

Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia.

Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!

Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad.

Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería. El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede construir un mundo. Los que llevan escritos en la frente lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto... el secreto que los mueve a través de la vida como fantoches.

A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente posible ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de cachetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias y el zapatero de la mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el plato.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.

Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.

Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.

La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o Calcuta...

Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el entendimiento es la escuela de "la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los tontos.

Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran.

Roberto Arlt - Aguasfuertes porteñas

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