16 marzo 2007

Para descifrar el rocío

Todos estamos en el pozo,
pero algunos miramos las estrellas
Oscar Wilde


El murmullo incesante de la ciudad se filtra por la puerta ventana del balcón entreabierta. Con la misma curiosidad del primer día, Magalí se asoma y recorre la infinidad de departamentos que la rodean. Observa con lentitud, como si intentara grabar a fuego en su memoria cada una de las imágenes que desfilan ante sus ojos. Primero arriba, luego abajo, hacia el norte y sur después. La combinación cemento-cielo-tierra-todo no deja de sorprenderla aún cuando ya pasaron dos meses desde que llegó de su Mercedes natal. Qué diferente que es esto, suspira. Allá, mi casa es mi casa, distinta a la de Paula, a la de Nico. El bar es el bar y no una copia exacta de otros cinco, diez o cien. Allá nada ni nadie se pierde en el anonimato de la generalización. La voz de un comentarista que analiza los avatares del último partido de fútbol del Domingo interrumpe su pensamiento. Uno, dos, tres, nueve, doce. Dieciséis pisos. ¿Quién vivirá en ese balcón descuidado del octavo?¿Habrá una familia merendando en ese departamento del decimoquinto?¿Y en aquel otro?¿Se conocerán entre ellos? Imposible saberlo. Allá es todo tan distinto, acá se ve todo tan igual. Uno, dos, tres, cien. Mil balcones. Todos con cortinas que danzan somnolientas al ritmo de la brisa densa, con plantas que no conocen la lluvia, con sombras empapadas por los rayos catódicos de un aparato de televisión. Magalí siente la boca reseca. ¿Seré una más?¿Cuántos de ellos llegaron desde sus Mercedes natales?¿Cuántos de ellos recordarán el aroma de un jardín, la textura de una flor mojada por el rocío, el sonido del viento entre los árboles?¿Cuánto me falta para empezar a olvidar? La joven pestañea, una, dos, tres veces. Se siente abrumada, ajena, perdida en una realidad que no es la suya, en una realidad a la que llaman Buenos Aires.

Dos pisos más arriba, Elsa mira las agujas del reloj de la cocina que marcan las nueve con un movimiento seco y preciso. En un acto reflejo, toma apurada el teléfono del “mueblecito” y presiona con velocidad los ocho números de la pizzería de la otra cuadra. Sí querido, como siempre, con poco orégano y sin aceitunas, ¿cuánto demora? La frase se repite ritualmente todos los Domingos a las nueve desde hace ya cuarenta y cinco años, cuando recién se había casado con Raúl. Para la pareja, la hora de la pizza, como decidieron llamarla, fue siempre mucho más que un simple acto de alimentación: en un día donde el almuerzo era compartido con los padres de ella o de él, donde la tarde se dividía entre visitas a familiares, amigos, tareas domésticas o alguna “escapada” de Raúl a la cancha, la hora de la pizza era un bálsamo para la intimidad, un espacio que ambos disfrutaban después de una salida al cine o de una vuelta por la plaza del barrio, la excusa perfecta para una conversación de sobremesa que podía extenderse sin que, contrariamente a la exactitud de esta costumbre, importaran las horas.
Elsa se mira en el espejo ornamentado del mueblecito. Las canas le han ganado la batalla: hace tiempo que su cabello perdió ese color negro azabache que tantos jóvenes le alababan en los bailes de carnaval. Pero aún conserva la sonrisa amplia y generosa que tanto le gustaba a su marido. Sonríe. El espejo le devuelve la imagen de una simpática abuela. Una abuela que no es. Su boca cobra de inmediato un rictus amargo. Quizás si tuviera treinta años menos. Pero ahora es tarde. Para hijos, para nietos, para ser Domingo, es tarde. Mejor que me deje de pensar en pavadas y que ponga la mesa, se reprocha. Intenta sonreír una vez más, pero ya no es lo mismo. Lejos están los bailes, un departamento recién pintado, los programas triples del cine Gran Norte, las charlas interminables, el accidente y la única noche en la que el rito fue interrumpido. La mujer mira la mesa con tristeza. Hoy, un solo plato bastará para recordar una de las costumbres que más disfrutaba con su esposo.

Hola, buenas noches. Buenas noches, querida, ¿cómo estás? Desde la vereda, dos repartidores que comentan el empate en el clásico del fútbol local observan a las mujeres que se saludan en el hall del edificio. En el palier, Elsa recibe la pizza y fiel a su costumbre entreabre la caja para controlar que tenga poco orégano y ni una sola aceituna. Magalí toma su porción de tallarines a la bolognesa, sin mucho más interés que el de regresar lo antes posible a su departamento. Dejá nena, yo cierro. La joven no la escucha. El calor de la bandeja plástica que quema sus dedos no tiene comparación con el que siente en su pecho. Hay algo que no comprende, que no logra descifrar. Pestañea, una, dos, tres veces. El ardor se convierte en un río helado que recorre su espalda, que se bifurca por sus brazos, piernas, que desemboca en los baldosones encerados de la planta baja donde todo es agua, donde desbordan los balcones, las distancias, los aromas de los jardines que no están. Señora, ¿por qué los Domingos son tan tristes en Buenos Aires? Al reconocer el sonido de su voz, Magalí se da cuenta de que la corriente de su angustia destruyó todas las barreras de represión y censura de su aparato psíquico, que ya no puede controlar un caudal que se ha tornado violento e impredecible: el río se ha convertido en mar. Elsa se queda petrificada con la llave puesta en la cerradura. Identifica en la pregunta de la joven la duda que la asalta cada vez con más frecuencia: ¿por qué para ella todos los días son Domingo? Ojalá lo supiera, ojalá no fuera así. La mujer nota que los músculos de la cara se le tensan hasta instalar en su boca ese rictus amargo, tan familiar en los últimos tiempos ¿Qué responderle a la chica? El silencio la incomoda. Saca la llave y se acerca al ascensor. La puerta del artefacto se abre bruscamente y de su interior sale un hombre de aspecto desalineado, barba despareja, cabellos grasosos que luchan contra una incipiente calvicie y una pila de cuadernos amarillentos apretados bajo el brazo. Es así, la tristeza es el mal de las grandes ciudades, la alienación, como lo explicó Marx hace más de cien años, dice fugazmente mientras se encamina hacia a la puerta de entrada. Sin esperar respuesta alguna ni despedirse, la abre del mismo modo del que descendió del ascensor y se va. Las mujeres se miran sorprendidas, sin entender como la situación desembocó en esa aparición tragicómica. Es el del quinto ‘B’, creo que trabaja como profesor. Debe siete meses de expensas, apuró Elsa. Vive solo, no está casado ni tiene hijos, ¿a qué piso vas?
El viaje hasta el sexto transcurre con el mismo silencio incómodo del palier. Ninguna de las dos se atreve a hablar. Magalí cuenta los pisos. Uno, faltan cinco, dos, faltan cuatro, tres. La mujer piensa en la pizza, en las costumbres y en que el Lunes irá a la biblioteca a consultar sobre el tema de la “alienación”. Quizás encuentre algo interesante. Chau, gracias señora. Elsa, me llamo Elsa. Vivo en el octavo ‘H’, si necesitás algo me tocás timbre, ¿si? Gracias, Doña Elsa, yo estoy en el ‘ E’, al final del pasillo. Chau querida. Chau Doña Elsa. La puerta tijera del ascensor se cierra y el aparato reanuda su marcha tosca hasta el octavo. Es raro, por primera vez en su vida no la llaman por su nombre de pila o por su apellido de casada. El “Doña Elsa” en la voz de la joven queda flotando en su memoria. La mujer entra a su departamento y deja las llaves junto al teléfono. En el espejo del mueblecito se refleja la imagen de una abuela que después de cuatro años vuelve a sonreír de manera espontánea.

Ya en el living, Magalí se acuesta resignada en el sofá. Los tallarines la esperan sobre la mesa, dentro de la bandeja plástica que recibió hace minutos. No tiene ganas de comer. Siente que se traicionó, que una angustia adolescente la desbordó y que no pudo ocultarlo. Siempre le daba una mezcla de bronca y vergüenza cuando exteriorizaba sus emociones, sobre todo las negativas. ¿Qué pensaría Doña Elsa?¿Y el profesor?¿Que era una nena caprichosa que molestaba a los demás con sus preguntas?¿Qué le diría su mamá si estuviera acá? Ojalá estuviera acá. Sus ojos negros buscan las fotografías de sus padres en la repisa ubicada sobre el escritorio. En una, posa junto a su mamá en el comedor de su casa de Mercedes. En otra, su papá y su hermano la abrazan en un acto de la escuela. Más allá, los cuatro alzan las copas en una mesa de Navidad. En Córdoba, sus tres mejores amigas sonríen antes de subir al micro que las traerá de regreso. La joven se acerca a la repisa y toma la foto en la que aparece en el comedor de su casa. Daría toda esta independencia por estar sentada en la mesa con mi familia, piensa. ¿Qué comida habrá preparado mi mamá?¿Asado del mediodía con papas al horno?¿Disfrutarán ahora del postre? Y pensar que me avergonzaba quedarme a cenar con ellos cuando mis amigos salían. Qué tonta que fui, que tonta que soy. Magalí pestañea, una, dos, tres veces. Una lágrima se desliza hasta la rozar la comisura de sus labios. El sabor a sal la devuelve desde la mesa familiar a la libertad de la estudiante de psicología instalada en Buenos Aires. Se saca otra lágrima con un dedo y la “pega” en la foto navideña. La bronca deja paso a la tristeza. Toma un marcador y en la pizarra de fórmica que tiene junto a su escritorio escribe: “El sabor a sal es el sabor de la inmensidad, del mar, de esta solitaria libertad porteña que es profunda e inmensa”.
El sonido de un papel que se desliza por debajo de la puerta la sorprende en plena acción. Tapa el marcador y se acerca al sobre blanco. A esta hora una factura no puede ser. Sólo dice “Magalí” en prolija letra de imprenta. Lo abre y encuentra dentro una invitación escrita con la misma letra y sin firma alguna: “Domingo 8, 21 hrs., Hall del edificio. Traer una comida o postre de elaboración propia”. La joven busca las llaves y abre la puerta. El pasillo está a oscuras. No hay rastro alguno del misterioso mensajero. Bajo la luz que sale de su departamento, vuelve a leer el papel. Es muy claro: “alguien” le propone encontrarse la semana próxima en hall del edificio con “algo” preparada por ella.

Contrariamente a lo que hubiera pensado, la enigmática propuesta de cocinar para una persona que no conocía la llenó de energías. En ningún momento se preguntó quién era ni por qué la había elegido, sino que todo su problema fue decidir si prepararía una comida o un postre. Magalí tenía claro que la cocina no era su especialidad, pero también sabía que los conocimientos culinarios de su madre, que había heredado varias de las recetas “secretas” de su abuela Catalina, podrían ayudarla. No lo dudó ni un segundo. El Lunes, cuando regresó de la facultad, llamó a su mamá y le pidió algunos consejos “salados” y “dulces”. Pese a que no le gustaba mentir, y que siempre le había costado mucho ocultar la verdad, tuvo inventar una excusa para justificar su pedido: no podía revelarle el misterio de algo que no entendía ni deseaba entender. Con el pretexto de que invitaría a un grupo de compañeras a almorzar, la joven obtuvo uno de los tesoros más preciados de la bisabuela.
La semana pasó más rápido que nunca. Imaginando qué podría llegar a suceder en el encuentro, dedicada a la búsqueda de ingredientes “especiales” en los negocios del barrio y enfrascada en la lectura de apuntes sobre la teoría del desarrollo cognoscitivo, no tuvo noción del correr de los días. Finalmente, la mañana del Domingo la encontró ansiosa y casi sin dormir, con todo preparado para “elaborar” esa comida que el misterioso anfitrión le había pedido.

Magalí mira por la ventana. Afuera el gris del cemento, adentro el contraste de los ingredientes y los utensilios. La joven se sorprende. Nunca se tomó el tiempo de observar el lugar en detalle: la disposición estratégica de los muebles y de las alacenas, la cantidad de luz sobre la mesada, el reflejo de su cuerpo en el piso de mosaicos. Pestañea, una, dos, tres veces. El descubrimiento le da un placer que nunca había experimentado desde que vive allí. Juega, salta en una rayuela imaginaria, se arrodilla y se encuentra en una mueca como si tuviera ocho años. Ríe. Luego de dos meses, ríe. Con la sensación de plenitud a flor de piel, se acerca a la mesada y toma la hojita de papel donde tiene anotada la receta que su mamá le dictó por teléfono. Como parte del juego en el que caracteriza a una eminente cirujana, elige una cuchilla y propone: “doctora, opere”. Ríe otra vez. Con un par de movimientos precisos, saca el hueso entero de un trozo de costillas de cerdo con lomo. Deja el bisturí a un lado y estrechándose sus manos se felicita por el éxito de la intervención: el hueco quedó listo para ser rellenado con ciruelas, tal como le explicó su madre desde Mercedes. Minutos después la carne ya con los frutos en su interior, es condimentada con sal y pimienta y atada con un piolín. En la sartén el sonido del aceite caliente trae a su memoria el ruido de fondo de las viejas grabaciones de tango que su abuelo solía escuchar. El recuerdo la lleva a buscar entre sus discos, hasta que por casualidad se topa con uno de Miles Davis. Probablemente sea de papá, piensa. Nunca escuchó jazz, pero le parece que hoy es una buena oportunidad para comenzar. La música que llega desde el living se mezcla con la que brota de la carne dorándose. Dos temas después, el cerdo ya se encuentra “sellado”. Ahora resta pasarlo a una olla en la que la que hervirá junto a un litro de cerveza rubia y un ramito de hierbas aromáticas: el gran secreto heredado. La joven tapa el recipiente. Se siente plena, enredada en un juego que la deja tan cerca de la niña que fue como de las mujeres de su familia que la precedieron. ¿Cuál habrá sido la primera comida de mi bisabuela Catalina?¿Cuál será la primera comida que nos hace mujeres? La trompeta de Davis la distrae y pierde la respuesta que tenía en la punta de su lengua. A través del vapor de la olla, el gris del cemento que se ve desde la ventana ofrece un conjunto de matices que se confunden en celestes y verdes. No todo es blanco o negro, piensa. No todo es gris. Hay tonos. También acá hay balcones con flores que no son de papel. Con lentitud, lleva la cuchara de madera a su boca y el sabor a ciruela le hace entrecerrar los ojos. El placer de cocinar para otro, de saber que detrás de la comida hay alguien más, la transporta a otra realidad. Tonos, repite. La angustia de la semana pasada parece distante y banal. Todo es tonos, todo depende de cómo una escuche. De pronto, la voz de su madre se hace presente en su memoria: si la salsa que se forma no te queda muy espesa, agregale media cucharada de fécula de papas. Una hora después el carré está cortado en rodajas sobre una bandeja. Se siente orgullosa. Feliz y orgullosa. En una cacerolita, el puré de manzana que acompañará a la carne llena la estancia de un suave aroma acaramelado.

A las nueve en punto, Magalí toma el ascensor. En sus manos, la fuente con la carne y la cazuela con el puré tiemblan por más que trate de evitarlo. Se mira en el espejo. Pestañea, una, dos, tres veces. No comprende por qué lo hace, por qué hoy el impulso es más fuerte que el temor de verse desbordada por las emociones. Sin darse cuenta ya está en la planta baja. Acá voy, dice. Respira profundo y sale. En el hall, el encargado del edificio y el hombre del quinto ‘B’ conversan animadamente. El misterioso organizador del encuentro no está en la puerta de entrada. Tampoco en el palier. ¿Llegará tarde?¿Se habrá arrepentido? Supone que lo mejor es preguntarle al portero si lo vió. Al acercarse, observa aterrada que cada uno de ellos sostiene entre sus manos un recipiente cubierto con un repasador. No cree lo que ve. Prefiere no creer. Una mezcla de bronca y desilusión la invaden. Quiere gritar y patear como cuando tenía tres años. Yo pensé que, dice sin encontrar las palabras para poder continuar. Seguro que fue el profesor. Es una broma de muy mal gusto, piensa. Siente que el odio se le escapa por los poros, que en cualquier momento desbordará y tendrá lugar otra catástrofe emocional.
La voz de Doña Elsa a sus espaldas le devuelve la tranquilidad. Buenas noches, perdonen la tardanza, me entretuve con la televisión.
Magali, el encargado, y el hombre del quinto ‘B’ se miran extrañados. La mujer comprende que les debe una explicación. Como se habrán dado cuenta, la de las invitación soy yo, comienza. Conozco la historia de los cuatro, sé que estamos solos y que las cenas de Domingo son solitarias y angustiantes. Entonces, ¿por qué no tratar de convertir una comida en un lindo momento? Los tres asienten. El misterio fue para darle un poco más de sabor a la propuesta. Además, tenía miedo de que si los invitaba a mi departamento pusieran excusas para no ir. Pero ahora no importa, apuró la mujer, ya estamos todos acá. Señor Vallejos, ¿podemos usar su escritorio? Elsa se siente energizada, jovial. De su canasta saca un mantel, cuatro platos, cubiertos y vasos. Bueno, a ver que trajo cada uno, propone ansiosa. Vallejos acerca unas banquetas plásticas desde el cuarto de limpieza. No serán un lujo, pero es mejor que el piso, dice entre risas. Una vez sentados, Magalí se presenta y cuenta orgullosa que el carré de cerdo con puré de manzanas está preparado según la receta especial de su bisabuela. Rogelio, el profesor, sugiere que también pueden acompañarlo con su ensalada griega de tomates, pepino, cebolla, queso cortado en daditos y aceitunas negras. Ideal para grandes momentos, como el que estamos por disfrutar, señala. Elsa, en su rol de madre organizadora, dispone de cada uno de los detalles de esa especie de kermés de consorcio: las empanadas salteñas hechas por el señor Vallejos por un lado, la carne con el puré de manzanas y la ensalada por el otro y en una de las puntas la pizza casera preparada por ella. Sí, es caserita, dice remarcando la ‘t’. No sé como habrá salido. La última que hice fue hace como veinte años. Ríen. Cuánto tiempo, piensa. Dale Elsita, se anima, hoy estás acá, de anfitriona, dale que es tarde para angustiarse y temprano para ser Domingo. La mujer se pone de pie con esa sonrisa que tanto le gustaba a Raúl, levanta su vaso y propone un brindis: por la cena del Domingo. Por la cena del Domingo responden todos. Es la segunda vez en cuarenta y cinco años que falta al ritual de la hora de la pizza, la primera en la que se siente realmente feliz de que así sea.

Las voces de los comensales llaman la atención de los vecinos que pasan por el hall de entrada al edificio. Unos saludan brevemente, otros comentan por lo bajo. Los menos, les desean buen provecho y les regalan una sonrisa. Buenas noches, dice una mujer que llega apurada desde el estacionamiento mientas lucha por entrar al ascensor con unas bolsas que parecen multiplicarse constantemente. Es Gloria, la médica del edificio, se mudó en el noventa y cuatro, cuenta Elsa. A los pocos minutos, la doctora regresa con platitos y una fuente con algunas porciones de tiramisú. Para el postre, se excusa. Ahora sí que no falta nada, festeja Vallejos mientras va a buscar otra banqueta. Hacia las once, en el escritorio del encargado se funden historias, risas, sorpresas, coincidencias y sueños de seis vecinos que hasta ese momento poco y nada sabían de la existencia de los otros. La sobremesa se prolonga condimentada con los chistes del contador Gutiérrez, famoso por su inagotable colección de chalecos a rombos y su ahora desmitificada seriedad. Desde enfrente, los mozos del bar miran intrigados. Magalí los observa y le dan ganas de compartir la alegría de con ellos. Probablemente se sientan solos, suspira. Sale para llevarles un platito con tiramisú y por primera vez desde que llegó a la ciudad siente la fina caricia del rocío sobre su piel todavía adolescente. Pestañea, una, dos, tres veces. Sonríe. Sabe que aún no es tiempo de olvidar. Feliz, cruza la calle y piensa que quizás la semana próxima puedan sacar el escritorio de Vallejos a la vereda e invitar a otros vecinos. Como en Mercedes, como en Buenos Aires.

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