28 mayo 2006

El solcito de las 10

Por más que me resulte curioso o que me dé una bronca de dientes apretados, aquellos entendidos en la materia aseguran que es así, que es parte de la mismísima esencia del hombre. Y tal vez tenga que darles la razón. La experiencia me demuestra, mal que me pese, que uno nunca termina de conocerse.

Hace un tiempo descubrí, casi por casualidad –y demostrándome lo poco que sé de mí-, el placer del solcito de las 10 de la mañana. La verdad es que hasta entonces no era consciente de la felicidad que podía darme algo “tan simple” a esa hora “tan particular” del día.
Quizás para muchos resulte obvio, quizás a otros no les quede más remedio. Para mí fue toda una revelación.

Y aclaro que no me refiero a ese sol de Sábado que esgrime el seductor argumento de tener todo el fin de semana por delante. Tampoco pienso en ese sol de Domingo que entibia el “vermucito” en el patio de la casa de los viejos. No.

El solcito de las 10 es el sol de los Lunes, de los Jueves, de los squenuns que vagabundean en la plaza mientras otros hacen fila en la máquina de café de la oficina, de los que se hicieron la rata, de los que regresan a contramano de las “buenas costumbres”, de los que decidieron llegar tarde al trabajo.
El solcito de las 10 es ese sol que en invierno abraza con una calidez tan suave como la seda, que en verano es la pausa previa a lo que será un día sofocante, es ese sol que entibia las facciones de la cara y que invita a entrecerrar los ojos mientras uno camina por Avenida de Mayo, mira por la ventana de un bar de San Telmo o viaja sin noción de la hora y menos aún de los minutos de retraso que lleva, es ese sol que sumerge en una sensación de ensueño, de abstracción, que deja muy lejos los ritos del despertar y el caos del almuerzo, que invita a disfrutar de ese momento del día en el que todo está por hacerse, en el que todo puede cambiar.

Es el sol de la libertad, asegurará algún filósofo de café mientras revolea sus ojos hacia arriba para recordarnos que se trata de un tema demasiado naif para él.
Es el sol de los vagos, dirá alguna señora de escoba en mano, rulero en pelo y chisme en boca mientras se apura para terminar de baldear antes de que el reloj dé las 9.

Es el sol de la gambeta a la rutina les respondo, el de la mentira piadosa, el de aquellos que le escapan, al menos por un rato, a la obligación, a lo que debería ser.
El solcito de las 10 es ese sol que pertenece a aquellos que eligieron ante todo y ante todos regalarse un recreo para ser.

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21 mayo 2006

Mis Aguasfuertes

No sé si debería cometer una vez más el error de empezarlo todo con una explicación. ¿Por qué? ¿Para quien? ¿Para qué? Absurdo esfuerzo el de intentar adelantarse a lo que no sucedió indica la razón, cobarde acción la de cubrirse frente a lo que puede llegar a pasar, recuerda la experiencia.

Y sin embargo, siento que a usted, a vos -qué dicotomía la de tutear o no tutear- le/te debo una explicación, al menos contarle/contarte por qué, para quien y para qué me tomo el atrevimiento de invocar el nombre del genial Roberto Arlt, por qué, por quien y para qué me abrazo a su concepto de Aguasfuertes para publicar estos cúmulos de palabras que me doy el lujo de llamar textos, por qué, por quien y para qué le/te hago perder algunos minutos de su/tu tiempo con estas líneas.

Desde que leí por primera vez las “Aguasfuertes porteñas” de Roberto Arlt quedé absolutamente fascinado con la idea de que todo está ahí, aquí, de que sólo es cuestión de salir a buscar, de asistir a esa escuela de la vida llamada calle, de caminar, de ver situaciones, personajes, lugares, maneras de ser, de actuar, que sugieren, que piden ser contadas.
Disfruto de ese placer de vagabundear. Sin rumbo, sin horas, sin regresos. Disfruto de ese placer de detenerme en medio de la vorágine cotidiana a mirar, de levantar la cabeza y observar las ventanas de lo que alguna vez fue la confiteria “El Molino”, el cielo recortado entre la aquitectura del siglo XIX de la diagonal norte, de bajar la cabeza y, como si el hecho de estar en “otra velocidad” me diera una mayor claridad, una mayor capacidad de observación, encontrarme con una realidad de apuros, sacos, corbatas, fast food, consumidores y consumidos, de malandras, fiacunes o squenuns pos-modernos, con una realidad que pide, que merece ser contada.

Y esa es la razón de ser de Mis Aguasfuertes, la de contar, la de compartir esas situaciones, esos personajes o las reflexiones que ellos generan, la de jugar con la sensación de que todo está ahí, aquí, a la vuelta de la esquina, la de mostrar, no de manera informativa, no como objeto de estudio, menos aún con la belleza y agudeza con la que lo hacía Arlt -sería una empresa demasiado utópica de mi parte-, que es posible que ud./vos/nosotros pueda/puedas/podamos reducir la velocidad, aflojar el nudo de la corbata de los sentidos y cambiar cinco minutos de locura cotidiana por cinco minutos del placer de vagabundear, al menos, por las palabras.

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02 mayo 2006

El placer de vagabundear

Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: "No toda es vigilia la de los ojos abiertos".

Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el "crosta" de botines destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra.
Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.

Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia.

Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!

Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad.

Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería. El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede construir un mundo. Los que llevan escritos en la frente lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto... el secreto que los mueve a través de la vida como fantoches.

A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente posible ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de cachetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias y el zapatero de la mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el plato.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.

Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.

Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.

La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o Calcuta...

Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el entendimiento es la escuela de "la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los tontos.

Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran.

Roberto Arlt - Aguasfuertes porteñas

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