No recordaba cuánto había transcurrido desde la última vez que estuve sentado junto a esa ventana. Días, meses, años quizás, kilos, litros, grados, no lo sé, a veces uno cae rehén del inútil reflejo de cuantificar, de ponerle un valor, un número a todo: quince a las sensaciones del regreso, ocho a la comunión de las manos con la textura de una mesa ajada por palabras y silencios, veintiséis al olor a café tan propio de los sesenta y tantos rincones del bar, noventa y dos a los tonos de las voces de los parroquianos allí reunidos, treinta y cinco a unos dados que estallan en un full servido cerca de la barra. Es estúpido pegarle una etiqueta a cada recuerdo, me digo. Es estúpido e inevitable. Tanto o más como regresar a este lugar y no sentirse, al menos por unos instantes, un elegido a quien el tiempo le revela su secreto de pasar para no pasar.
Por el rabillo del ojo lo veo llegar apurado. Brillante de sudor, víctima de su heredada hiper puntualidad, me saluda agitado. Seguro que corrió para llegar antes de que el segundero complete su círculo vicioso una vez más. Seguro que en algún momento me contará que el tiempo de viaje desde su casa quedó reducido a “tan solo” catorce minutos. Seguro que elegirá el momento adecuado para hacerlo. Sentate, le digo, ¿qué tomás? Sus ojos me miran con una mezcla de miedo y de culpa. El karma de esa persona que siempre se va, del que nunca llega a ninguna parte, se trasluce en su mirada huidiza. Lo mismo que vos, apura con resignación. Claro, para qué poner en juego una decisión si total se va a tener que ir, pienso. Es elemental. Elemental e inevitable. Escribo la deducción como si fuera una etiqueta –una más- en el margen de mi cuaderno y pido dos cafés.
El sonido de los pocillos rasga la densidad del silencio y aprovecho su distracción para intentar comenzar con la entrevista. Me siento incómodo: nos conocemos de toda la vida pero parecemos extraños, sin nada que decirnos, sin nada que compartir. Quizás sea que el éxito y el anonimato conviven como extraños en la misma vida, paralelos, distantes, como esos rieles que no conducen a ninguna parte. O quizás sea que el éxito y el anonimato son estériles etiquetas de las dos caras de la misma moneda. Sonrío hacia adentro y me prometo anotar la frase para utilizarla luego. Escuchame, podés empezar por dónde quieras, no hace falta que sea cronológico, le explico con precisión docente. La cuchara que golpea rítmicamente contra el fondo de la taza es toda su respuesta. Algún observador casual de la escena pensaría que él simplemente me trata con indiferencia, pero en realidad no es así. Tras su coraza exterior, esa que lo muestra concentrado por completo en los geométricos giros de su cortado, sé que hace un esfuerzo sobre humano por encontrar la punta del ovillo que le permita salir del laberinto de sus recuerdos, por matar a esa especie de Minotauro de la conciencia y dejar fluir sus vivencias y sensaciones con total naturalidad. Pero no puede. Dale, lo primero que se te venga a la cabeza, lo provoco. No oye. Abstraído en su búsqueda, ahora no tiene como objetivo encontrar el inicio del carretel, que a esta altura él debe saber muy bien cuál es y dónde está, sino encontrar el mejor de todos, ese confeccionado con un hilo más suave que la seda, más resistente que el acero, el mejor de los recuerdos, el mejor de los relatos, la perfección de cada morfema y de cada palabra, la perfección de la perfección misma. Tristemente veo como la intensa actividad en su interior le quita naturalidad a su cuerpo: los ojos clavados en las irregularidades de la mesa, las manos rígidas, un rictus amargo en la boca que preanuncia el espasmo de la memoria. Nadie podría explicar lo que ocurre dentro de ese hombre. Nadie que no lo conozca de toda la vida.
Segundos después y sin que medie aviso alguno, el volcán estalla en una ininteligible lava de palabras y fechas carentes de sentido: Divorcio. 1985. Un cura. 1983. Primaria. 1986. Secundaria. 1993. Muerte. 1990. Hermana. 1990. Hermano. 1992. Beso 1993. Su estúpida perfección simplificada al extremo no tiene nada que ver con la consigna, no tiene nada que ver conmigo ni con él. Ya no me siento incómodo sino molesto. Molesto con su sobre actuada inexpresividad, con su telegrama verbal, con la bendita idea de haber propuesto esta entrevista. Manuel, escuchame, necesito que te describas, nada más. Cerveza. 1995. Torneo. 1994. Mujer. 1996. Sistemas. 1998. Diario. 1994. Fracaso. 2001. Teatro. 2000. Mariana...
Súbitamente los dos nos quedamos congelados al escuchar el nombre. Con una lentitud imperceptible todo se diluye en ese instante: miradas, sensaciones, recuerdos, presentes, voces, silencios, distancias, todo, absolutamente todo, comienza a girar en torno a ese punto de inflexión con nombre de mujer que absorbe al éxito y al anonimato, al hombre sociable y al misántropo, al sensible y al infranqueable, al defensor del pseudo bien y al abogado del pseudo mal, ahora en sus aguas se mezclan entrevistador y entrevistado, actor y espectador, lector y escritor, juego y jugador, ahora en ese espiral colmado de verdades se funden las dos caras de esa moneda que, sentada en la mesa de un bar cualquiera, fantasea inútilmente con descifrar el preciado secreto de pasar para no pasar.
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06 abril 2007
Pasar para no pasar
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2 comentarios:
Te encontré por casualidad y quiero decirte que me gusta tu estilo, aunque pasar para no pasar no lo haya entendido del todo.
saludos
Alas de Cristal
simultaneamente
podemos hacerlo...
yispog?
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